La tendencia de hacer de los hijos “clones” de sus padres, llamándolos
con el mismo nombre, se ve que es cosa que viene de lejos. También en el
Israel de los tiempos de Jesús existía esta costumbre. Sin embargo, no
hay semejanzas ni parentescos que puedan anular o disminuir la
irrepetible originalidad de cada uno. Lo recordaba con su peculiar
fuerza expresiva Khalil Gibram, cuando, en “El Profeta”, a la petición
“háblanos de los niños”, comienza respondiendo “vuestros hijos no son
hijos vuestros. Vienen a través vuestro, pero no vienen de vosotros. Y,
aunque están con vosotros, no os pertenecen”. De ahí la importancia del
gesto de Zacarías, secundando a su mujer Isabel, de darle a su hijo el
hombre de Juan. Zacarías significa “El Señor se acuerda”; y, aunque ese
nombre tiene sentido en la situación de un hijo inesperado en la vejez,
le cuadra mejor a sus padres, pues tiene una inevitable referencia al
pasado. El nombre de Juan, “Dios es propicio” (o misericordioso), y
también “Don de Dios”, habla de la inminencia de la novedad que Juan
habrá de preparar. Zacarías, viejo y mudo, es una buena imagen del
Antiguo Testamento, que apenas tiene ya nada que decir, pero que recibe
todavía fuerzas para dar un último fruto que pondrá punto final a esa
larga historia del Dios de las promesas, depositadas en Israel a favor
de toda la humanidad, y dará el testigo a una época nueva, la del
cumplimiento. Al darle el nombre de Juan, Zacarías intuye una novedad
que el Bautista no inaugura, pero a la que abre el camino en la
inminencia de su venida.
En el nombre va implícita la misión que el hombre tiene que desempeñar
en la vida, es decir su vocación. A veces, ante una conversión radical,
se exige un cambio de nombre, que significa un cambio de vida. Es el
caso del nombre nuevo, Pedro, que Jesús le da a Simón, el hijo de Juan.
También es frecuente que los adultos que acceden al bautismo elijan un
nombre nuevo; o los que se consagran a Dios al hacer su profesión
religiosa. En contextos de vigencia del cristianismo ha sido tradición
dar nombres de santos, que son modelos de auténtica vida cristiana.
En Juan, cuya cercanía con Jesús la expresa la liturgia reservando el
término “natividad” para el nacimiento de Jesús, de María y del mismo
Juan, descubrimos algunos rasgos esenciales de la vocación humana y
cristiana. En primer lugar, la llamada: desde el seno materno el hombre
está llamado a cumplir una misión en la vida. Es importante entender que
no se trata de un destino ineludible que esté escrito de antemano; este
carácter abierto de la llamada se expresa muy bien en la pregunta que
“todo se hacían”: “¿qué va a ser de este niño?” Se trata, pues, de una
llamada dialogal dirigida a la propia libertad y que el ser humano debe
realizar tomando decisiones propias para responder a ella.
En segundo lugar, esta llamada que se nos dirige y que nos trasciende, y
que debe ser libremente respondida, nos dice ya que la vida tiene
sentido y que ese sentido comparece desde el mismo momento de su
concepción. Por tanto, somos responsables no sólo de nuestra propia
vida, sino también de la vida de los demás, que nos es confiada cuando
ésta no puede todavía valerse por sí misma. Ahora bien, esta
proclamación de sentido puede ser impugnada y lo es con mucha
frecuencia. Tenemos permanentemente la tentación de reducir nuestra vida
a un cúmulo de casualidades, que vacían de sentido nuestra existencia:
“En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas”.
Existen ciertamente experiencias vitales de decepción y frustración que
pueden inclinarnos a pensar así. Pero si se considera atentamente,
caemos en la cuenta de que las mismas decepción y frustración hablan de
sentido, de expectativas que, por algún motivo, no han podido
realizarse. Cuando alguien proclama que la vida carece de sentido lo
hace siempre con un deje de protesta que reconoce implícitamente el
sentido que niega. Si la vida careciera de todo sentido, ni siquiera nos
daríamos cuenta de ello y no haría falta proclamarlo.
Así pues, Juan, desde el seno materno nos habla de un sentido que es
vocación (llamada) y misión, y que es, además, servicio. Este es el
tercer rasgo esencial que debemos señalar en la vocación humana y que en
Juan es especialmente visible. La misión de Juan es la de abrir camino y
luego hacerse a un lado, disminuir él, para que crezca Jesús.
Realmente, para poder realizar la propia misión en la vida hay que saber
que estamos al servicio de algo que es más grande que nosotros y que,
por tanto, no es demasiado importante figurar y estar en el centro. Los
grandes acontecimientos, igual que los grandes personajes, no serían
nada si no fuera por una multitud de personas que, sin figurar
especialmente, han vivido con fidelidad su propia vocación y han
allanado el camino de eso y esos que son más grandes que ellos, pero que
sin ellos no serían nada. El mismo Jesús se ha sometido a esta misma
ley de la encarnación, de modo que para poder realizar su misión
salvadora ha necesitado del cumplimiento fiel de su misión de otras
personas que como Juan de modo muy especial le han preparado el camino.
El filósofo cristiano Emmanuel Mounier expresó esta verdad con precisión
al afirmar que “una persona sólo alcanza su plena madurez en el momento
en que ha elegido fidelidades que valen más que la vida”. Y es que el
hombre no crece ni madura cuando se afirma como centro del mundo y
proclama una independencia tan absoluta como imposible, sino cuando,
tomando las riendas de su propia vida, se consagra (se somete libremente
y no de manera servil) a algo que descubre como más grande que él, pero
que lo libera de los estrechos límites de sí mismo y, así, lo
engrandece. Esta verdad, que vemos tan patente en Juan el Bautista, es
igualmente evidente en Jesús, que no vive para sí, sino sometido a la
voluntad de su Padre, al servicio del Reino de Dios y al servicio de sus
hermanos (cf. Lc 22, 27. 42).
Al contemplar la figura de Juan el Bautista y meditar con él sobre
nuestra vocación y el sentido de nuestra vida podemos comprender que en
toda vocación cristiana hay un componente que nos asemeja al Precursor.
Jesús sigue viniendo al mundo, acercándose a los hombres, muchos de los
cuales no lo conocen, no saben de él. Para que Jesús pueda llegar hasta
ellos, siguiendo las leyes de la encarnación, necesita de precursores y
mediadores que allanen el camino y preparen su venida. Todo cristiano
está llamado a realizar esta misión, cuando, por medio del testimonio de
sus palabras y obras, está señalando al “Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo” (Jn 1, 29, 36).
http://www.ciudadred...o/?f=2012-06-24
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